
El domingo pasado estábamos caminando con una amiga por las calles del centro, cuando espié por una puerta abierta el interior de una cocinería. Llamar cocina a esa salita habría sido poco; más bien era una cocina-caja-recepción-sala de descanso para el personal. La sala tenía como unos cuatro metros cuadrados, y la mesita al centro era la protagonista indisputada de la escena. Alrededor de ella, tres cocineros conversaban y preparaban casi a malabares en tan pequeño espacio los distintos comistrajos que los clientes de afuera estaban ordenando. De pronto, los tres se detuvieron y voltearon la cabeza hacia la puerta abierta, intentando ver qué o quién era el que les estaba tapando la entrada de luz a su guarida sin electricidad. Los rostros inicialmente sonrientes se fruncieron en un mar de arrugas y miradas rígidas al ver que este extranjero intruso estaba metiéndose con una trompa de cámara en la salita. Levanté la vista del aparato un segundo y les dije en un chino con sonrisa culpable: "qué lindos los buñuelitos"! Ya sea la sorpresa de ver un joven foráneo hablar su idioma o el cumplido a su comida, los tres cocineros rompieron en orgullosas risas, aplausos y palmazos en su delantal. Menos mal; yo ya veía que sacaban el cuchillo. Los siguientes treinta segundos presenciaron la conversación de rigor en estas circunstancias (qué bien hablas cantonés, oh, muchas gracias, todavía estoy estudiando, no, de veras es bueno, hace cuánto que vives en Hong Kong, dos años, waw, qué poco y qué buen chino tienes, es usted demasiado gentil, yo no encuentro que sea tan bueno...), llevada a cabo por dos personas, una cámara entre medio y el ruido sordo de unos cuantos clicks del obturador. El resultado, un retrato (algo pobre, pero le estamos poniendo empeño a la fotografía) a uno de los alimentos más insignes de la ciudad: el siu mai.