miércoles, 28 de julio de 2010

Un mordisco de Japón

Con motivo del cumpleaños de un par de amigos, aproveché de pisar tierras niponas una vez más a comienzos de abril. Los cerezos en flor ya llevaban más de una semana pintando las calles y parques de Tokyo con sus rosas melancólicos, y los pétalos ya comenzaban a caer cuando me bajé del bus en ICU, la universidad donde estudié durante un año.

Como era de esperarse, nada había cambiado mucho. Ahora bien, Tokyo es probablemente una de las ciudades más tecnológicas y arquitectónicamente avanzadas del mundo, pero por algún motivo siempre he tenido la impresión que, fuera de la forma plástica de los edificios, nada pareciera cambiar demasiado rápido. Las estaciones pasan de primavera a verano, luego de otoño a invierno y primavera una vez más. Flores, cigarras, hojas secas y árboles con escarcha. La garita del guardia tenía el mismo guardia que probablemente lleva años trabajando y seguramente va a seguir por varios más; lo mismo con las oficinas centrales de la universidad y las secretarias, y lo mismo con los profesores. El patio de la universidad seguía sembrado de estudiantes descansado en los mismos lugares. Lo único que había cambiado eran sus caras.

Había algunos eficios nuevos en el vecindario, pero el ordenado caos llevaba más que nunca el tono silencioso y cotidiano de la vida en Tokyo. Lo que es una contradicción, pues al decir Tokyo uno se imagina el anime, millones de personas en la calle y toda suerte de ruidos y juegos de luces (cortesía de Pokemon y sus episodios inductores de epilepsia). Pero Japón es un país de contradicciones, partiendo por la religión. No es algo que personalmente me deprima; es simplemente así. Y por lo mismo disfruté un mundo el viaje. Fuera de las personas que ya no estaban, la ciudad me recibió con los mismos lugares, los mismos olores y el mismo sabor a nostalgia y soledad.

Pero bueno, dado que no contaba con mucho tiempo, fui prolijo en visitar mis lugares favoritos, lo que involucraba cantidades ingentes de comida. Partí con mi tienda de sushi preferida, donde la relación precio - calidad del sushi es la mejor que mi extensa investigación hace dos años entregó. De más está decir que estaban los mismos cocineros, e incluso la misma viejita jorobada sirviendo el té y recogiendo los platos.

Partí con el supuesto mito que tanto discutí con gente en Chile y otros países: pulpo fresco. Así es, es pulpo sin cocinar. No sé si cortarán una parte especial, pero está crudito y es increíblemente suave (y sabroso). En japonés se llama 'nama dako'.

El cartílago crujiente del 'nama geso', tentáculos de calamar, seguía igual de chicloso que siempre.

Y bueno, mi foco de atención fue el atún. Informes señalan que Japón consume el ochenta o más por ciento de la población mundial de atunes, por lo que los dos caminos a seguir dentro de los próximos pocos años van a ser 1) se prohíbe la pesca del atún o 2) el atún encuentra su fin como especie en el estómago de los japoneses. Así que tuve que aprovechar de hincarle el diente a los últimos atunes explotados legalmente. En primer lugar, maguro: la calidad más baja del atún, con un sabor fresco y un tanto dulzón.

En segundo lugar, chuutoro: atún de mediana calidad, con mayor contenido de grasa y por lo tanto más sabor, ya es un deleite para el paladar sentir cómo la carne microfibrosa impregna la boca de una sensación fresquísima y cargada esencia.

Y en último lugar, ootoro. El rey de los atunes, el corte más fino y grasoso. Es cosa de comer uno para ya comenzar a sentir el estómago pesado. Y más que comer una pieza, sería absorberla: la carne es tan tierna y blanda que se deshace en la boca. Es el foie gras de los pescados, el wagyu del reino marino. Muy difícil -sino prácticamente imposible- de encontrar fuera de Japón, dado que sólo los atunes más grandes tienen cantidades lo suficientemente altas como para ser comercializadas. Un imperdible si alguna vez se está visitando tierras niponas.
Esto puede resultar un tanto al azar, pero no pude resistir sacarle una foto a ese funcionario del metro. Las cejas eran demasiado grandes! Era casi como si tuviera dos pedazos de alga pegados.

Ya subiré un poco más de fotos en otro momento cuando no sean las cuatro de la mañana.


sábado, 24 de julio de 2010

Tifón strikes back

Entré a la antesala del ascensor en el centro comercial cerca de mi depto, y haciendo uso del enorme espejo de al fondo pude ver que el ascensor estaba abierto. Ahora bien, dado que sube y baja trece pisos, las probabilidades de encontrarlo a la primera son casi nulas, y por lo general hay que esperar unos engorrosos siete minutos a que vuelva. Por lo que decidí emprender la carrera hacia el ascensor, costase lo que costase.

Tres metros hacia el frente y luego uno a la izquierda me separaban del aparato. La gente que estaba dentro me vio, y mientras daba el primer paso pude verles la cara de apuro por cerrar la puerta. Los muy infelices. Redoblé mis esfuerzos y, al terminar el segundo tranco, el agua de tifón que había sobre la cerámica me jugó la muy trillada mala pasada y me precipité al piso como un saco de papas, al punto que la gente del ascensor arrugó la cara con una mueca de 'auch' (no le quité la vista al ascensor en ningún momento). Esto no impidió el que siguieran apretando el botón de cerrar puertas, y efectivamente lograron cerrarlas. Pero me puse de pie en una fracción de segundo y salté a apretar el botón y ¡voila! Se abrieron las pesadas cortinas de acero. Los chinitos se veían sorprendidos y sumamente incómodos. Yo, por mi parte, entré triunfal (bueno, lo más cerca a triunfal que se le permite a alguien que dejó la dignidad por los suelos al caer en la novatada de resbalar en piso mojado) e intentando disimular la cojera que me quedó después del costalazo. Los nueve pisos los subí con la cabeza en alto, pero sobándome el codo 'pa callao'. Al menos me ahorré los siete minutos de espera. Mis dos nuevos moretones me recordarán tomarme las cosas con más calma estos días monzonezcos.

miércoles, 21 de julio de 2010

Monzones, tifones y remojones

Ya van dos días desde que volví a Hong Kong. Por fin recibí mi visa de estudiante, el último eslabón en el engorroso proceso de admisión a la universidad. Así que ahora sí que comienzo, sin dudas, mis estudios en septiembre. Y por lo mismo ya comencé a adquirir la bibliografía necesaria; hoy emprendí una travesía al otro lado de la isla a comprar uno de los muchos libro que voy a tener que poner debajo de la almohada por los siguientes diez o doce meses.

Lo único que no contaba fue con la astucia del clima. Ayer y anteayer había estado fantástico, dos días de verano prístinamente hermosos, ni siquiera tan húmedos y con una brisa ligera que casi me saca lágrimas. Pero hoy tuve el primer recordatorio de lo que se avecina: la temporada de monzones. Mi primer tifón en Hong Kong, ¡qué emoción! O bueno, eso pensé hasta que me bajé del minibús en frente de la Universidad de Hong Kong (no es donde voy a estudiar, pero era el único lugar donde tenían el libro que andaba buscando). La simpática llovizna que me acompañó hasta la parada de bus se había convetido en un diluvio voraz que probablemente me habría ahogado ahí mismo de no haber llevado paraguas.

El campus principal de la Universidad de Hong Kong tiene una superficie equivalente más o menos a la mitad del San Joaquín de la Universidad Católica, sólo que la parte interesante es que está ubicado en la ladera de un cerro. Por lo que pueden imaginar la cantidad de escaleras entre edificios. Una vez que llegué a la librería, ubicada en el corazón del campus, estaba más mojado que sostén de sirena. De lo único que sirvió el paraguas fue para proteger mi mochila que, apretada contra mi pecho y poniéndole el paraguas encima perpendicular a lo normal, logré que apenas se mojara. Pero el viento que arremetía por todos los frentes me dejó estilando y con el mismo peinado que Mozart habría tenido si hubiera sido buzo.

Alumnos de HKU enfrentando cataratas en una de las muchas escaleras que conectan los edificios del campus

Acompañado del rítmico 'pluish pluish' que entonan las zapatillas mojadas en estos casos, entré a la librería y compré el libro. "Parece que está lloviendo fuerte", dijo el cajero. Graciosito, él. Para mi alivio (aunque a esas alturas no hacía mucha diferencia), una vez que emprendí el camino de vuelta a la parada de buses para volver al depto, la intensidad de la lluvia había disminuido hasta una delgada cortina de llovizna, que continuó así hasta el momento en que cerré la puerta del edificio detrás mío.

Cabe mencionar que este tifón fue grado uno, en una escala de ocho o nueve siendo nueve el máximo. Creo que a partir del grado seis la gente no va al trabajo. Siquiera pensar en el grado nueve me hace evocar el final de Cien Años de Soledad.

martes, 6 de julio de 2010

Señales de vida

No estoy muerto, sólo andaba de parranda (como dicen por ahí). En estos momentos me encuentro en Australia visitando a mi amiga Angel (aprovechando que quedaba en el vecindario), y su familia tuvo la amabilidad de alojarme en su casa. Dado que la mamá es profesora de chino, sigo practicando el idioma; es más, prácticamente todas las comidas y situaciones cotidianas se llevan a cabo en chino. Por lo que estoy progresando; lento, pero seguro. Pero por lo mismo, aviso que durante las siguientes dos semanas tal vez no escriba tanto en el blog. Una explicación un tanto absurda, dada la poca frecuencia con que he escrito últimamente (mea culpa, mea culpa), pero pronto debería comenzar a reivindicarme con las anécdotas. Hasta el momento las hay por los cientos, y sólo tengo que darme el trabajo de redimensionar las fotos y postearlas junto con algunas palabras. Desde Indonesia hasta Japón, pasando por Shanghai, Singapur, Europa y Australia