domingo, 16 de septiembre de 2012

Sobre los otros (polémicos) inquilinos

Hace un par de semanas descubrimos a una pequeña familia de sapos de caña viviendo en la piscina de la casa. Ahora bien, al decir piscina me refiero a un cuerpo de agua no nadable situado en el patio trasero; ya van varios meses desde la última vez que un ser humano puso un pie dentro de esas aguas empantanadas. El filtro se apagó a comienzos del invierno, y desde entonces la flora y fauna australiana se ha dedicado a poblar el espacio. Lo que es más, sospecho que las mafias de animales e insectos están utilizando la piscina para saldar sus deudas: hemos encontrado en más de una ocasión cuerpos sin vida de pájaros, lagartos y arañas de considerable tamaño. 
Los sapos de caña no son una especie endémica de Australia. Son originarios de Centro y Sudamérica, donde viven en relativa simbiosis con su ecosistema. A comienzos del siglo pasado, ya habían sido introducidos con éxito en el Caribe, Hawaii y Filipinas, con el fin de erradicar plagas de insectos y otros agentes que estaban dañando las plantaciones de caña. Por esa época, Australia estaba viendo su propia cosecha del "oro verde" mermada por el escarabajo de caña, una especie autóctona que se alimenta de dichas plantas. Pensando que sería una buena solución, el gobierno australiano autorizó la introducción del anuro a tierras canguras en 1935. 

A diferencia de los lugares donde había sido introducida anteriormente, en el norte de Australia el sapo de la caña no encontró grandes depredadores. Los 101 ejemplares que llegaron vivos desde Hawaii fueron depositados en una granja para su reproducción. Esto no tomó mucho tiempo, considerando que la hembra puede poner treinta mil huevos de una sola vez. Pocos meses después, 2400 anuritos fueron depositados en distintos arroyos en plantaciones. Hubo intentos por parte de un par de agentes de gobierno de detener la diseminación de más sapos, aunque fueron infructuosos. 
La agencia de gobierno encargada del experimento inicial estaba convencida de su éxito. Sin embargo, jamás se les pasó por la cabeza de que este particular anfibio se convertiría en una de las peores plagas que hasta el día de hoy asuelan a Australia. Como si no fuera poco, a las pocas semanas cayeron en cuenta de que el sapo ni siquiera se acercó a hacerle mella al feroz escarabajo de caña; la ley de Murphy atacó una vez más (Murphy tenía casi 18 años en ese entonces, como dato curioso). 
Hay un sinnúmero de animales propios de Australia que vieron sus números enormemente disminuidos después del arribo de este nuevo vecino. Grandes cantidades de posibles depredadores murieron  (y mueren actualmente) envenenados después de zamparse a uno de estos impertérritos sapos que, al ser venenosos, no tienen ningún interés en moverse, esconderse o arrancar de cualquier amenaza. Paralelamente, al consumir grandes cantidades de todo tipo de insectos, hasta el día de hoy siguen limitando el alimento de otras especies insectívoras. El gobierno central lo tiene tildado de "amenaza" y "plaga", e incentivan a su erradicación. Actualmente, hay una división de científicos encargados de encontrar formas y métodos para controlar y eliminar a estos irreductibles inmigrantes. Al mismo tiempo, hay una pequeña minoría de personas que está en contra de su exterminio, argumentando de que eventualmente esta especie de anuros llega al equilibrio con su entorno. 
Por el momento, la familia viviendo en nuestra piscina consta de tres integrantes. Tal como es recomendado por el gobierno, me encargaré de sacar y secar los filamentos de huevos para que no sigan reproduciéndose tan exponencialmente, pero tengo que admitir que a esta altura se ven como simpáticas mascotas. Es bueno saber que al menos alguien está ocupando la piscina, y nos están haciendo un favor al limpiarla de insectos. Para aquellos quienes abogan por los derechos animales, han de saber que el área donde están tiene un buen tamaño y todas las comodidades, siendo así un formidable hogar para estos verrugosos inquilinos. 

martes, 11 de septiembre de 2012

Reminiscencias de Japón:La profesora jefe, parte 2

"Bienvenidos al intensivo de japonés I", cantó una mujer de un metro cincuenta y cinco, pelo castaño, mejillas redondas y mirada gentil, "yo soy su profesora jefe, Kanayama sensei". Dicho esto, procedió a escribir su nombre en la pizarra; el primer carácter era el de oro, y el segundo el de montaña. Montaña de oro. Prosiguió explicando a grandes rasgos el programa de estudio del trimestre; las dificultades a las que nos enfrentaríamos, las largas horas de estudio, la cantidad de carácteres que tendríamos que meternos en la cabeza, y varios etcéteras más. Su inglés estaba bien pronunciado para haberlo aprendido en la universidad, y su tono de voz nunca pasó de un suave arrullo. No sé cómo se las arreglaba para hablar con esa voz acogedora y a la vez cumplir con los sesenta decibeles de rigor para hacerse escuchar en una sala para veinte personas. Japón es un país misterioso, al fin y al cabo. 

No éramos muchos alumnos; catorce, para ser exacto. Dos burmanos, tres americanos, un canadiense, un francés, un búlgaro, una lituana, un indonesio, una trinidadytobaguense, un británico, una coreana y este humilde servidor. De los de Burma, uno de ellos tenía un inglés inentendible, mientras que su par femenina era risueña y silenciosa; los americanos, dos de los cuales apenas tenían dieciocho y el tercero estaba casi por los treinta, se veían normales y corteses; el canadiense era menudísimo, con un tostado de clóset comparable con drácula o el más pálido de los esqueletos; el joven francés tenía una melena de rulos castaños casi tocando en la categoría afro, adecuado para un DJ de las islas Mauricio (en las costas del África sur-oriental); el búlgaro siempre estaba vestido de terno y corbata, con un corte militar, impecable postura, modales envidiables y siempre una sonrisa en el rostro (después nos enteramos que había trabajado para la ONU); la lituana pelirroja, a pesar de tener faccciones consideradas bellas, casi siempre estaba seria o con cara de estar oliendo huevos podridos (terminaría siendo una de las bonitas amistades que me regaló el periplo); el indonesio, que usaba sus jeans hasta de pijama, era bueno para soltar carcajadas atronadoras, y era más relajado que el más relajado de los caribeños; la trinidadytobaguense tenía facciones hindúes, delgada y una tolerancia al picante tal que me hizo sentirme delicado como una margarita en otoño; el británico, pequeño, joven y escuálido, era japonés en cuerpo y sangre y venía en busca de sus raíces; la coreana, diminuta, silenciosa y sonriente, resultó ser una genio a la hora del estudio, y además podía tomar cantidades inescrupulosas de alcohol sin emborracharse; y quien les escribe pasó todo ese primer trimestre sudando la gota gorda gracias al calor remanente del verano (un espectáculo no muy bonito, he de admitir). 

Kanayama sensei tenía frente a ella un pequeño ejército de alumnos provenientes de todas partes del mundo, y estaba lista para afrontar el desafío de hacerlos navegar por las turbulentas aguas de la lengua japonesa y salir (relativamente) triunfantes. Por mi parte, ese día lunes sería uno de los pocos días donde llegué a la hora. Mi inpuntualidad y mis inasistencias serían la gran causa del estrés y preocupación que tanto Kanayama sensei como todas las otras profesoras compartirían durante los siguientes tres trimestres. 
El intensivo I no terminó siendo tan difícil como todo el mundo lo había predicho; falté hasta la última clase que podía faltar (llevé siempre la cuenta; tuve un setenta por ciento de asistencia al milímetro. Una clase más y habría reprobado), y aun así terminé con un promedio de notas sobrado de cariño. Algo parecido ocurriría  con el intensivo II, aunque con notas un poco más bajas. A esas alturas iban quedando menos alumnos del grupo inicial, y se unió un gran contingente de otros cursos de japonés. Kanayama sensei dejó de hablar inglés y pasó a hablar nada más que japonés, siempre ayudándonos y apoyándonos en nuestros quehaceres. A menudo los estudiantes íbamos a su oficina para hacer práctica de conversación extracurricular, y fuimos cayendo en cuenta de que la pobre profesora tenía un mal hábito de sobrecargarse con trabajo. A menudo recorríamos el campus de noche, ya sea para hacer ejercicio o relajarnos, y era común ver la luz de su oficina como el único resplandor proveniente del edificio de idioma. Sin embargo, todos los días a la misma temprana hora, la veríamos resplandeciente como siempre, con la misma buena disposición y paciencia infinita. A esas alturas las profesoras ya me habían manifestado en repetidas ocasiones su preocupación sobre mis inasistencias y lo atrasado que quedaría en relación a la clase, palabras las cuales escuché con respeto y agradecí con una sonrisa cada vez más calculada, cortés y -por ende- japonesa. 

Contrario a los pronósticos, mi promedio casi bordeó el 90%, permitiéndome avanzar a la última frontera: el intensivo III, que tenía fama de corta-cabezas. Y bueno, en retrospectiva tengo que admitir con mucha candidez que fui un desastre, o al menos más que de costumbre. Dado que era el último trimestre, había muchas fiestas en el dormitorio; despedidas, cumpleaños, y más despedidas. Mis visitas a la sórdida unidad 104 se hicieron más frecuentes, pues habían buenas amistades forjándose ahí, y mis consiguientes ausencias en las mañanas siguientes eran harto más notorias ahora que había solo un puñado de alumnos lo suficientemente aplicados (u obsesionados con el idioma) como para haber tomado el intensivo III. A mitad de trimestre uno de ellos se retiró por exceso de carga. Tácitamente, parecía que la mayoría de las profesoras se habían dado por vencidas en sus corteses intentos por civilizarme, pero no así Kanayama sensei. Ocasionalmente iría a su oficina a practicar conversación, y me miraría con sus pequeños y redondos ojos color de aceintuna por un momento, y comenzaría nuestra práctica, casi siempre orientada al área de responsabilidades, asistencia y tareas. En mi defensa, tengo que admitir que sí hice tareas y estudié para las pruebas (a diferencia de los dos intensivos anteriores). 
Distintas profesoras hacían distintas partes del programa; tal profesora nos daría clases de lectura, mientras que otra lo haría con la clase de visionado de videos, etcétera. A mitad de trimestre fui por primera (y última) vez a la clase de escucha de japonés, y tuve que asegurarle a esa profesora que yo era parte de la clase (no me quería creer). Mirando hacia atrás, no sé de dónde salió el casi 80% de promedio que me permitió aprobar todo. En la encuesta de final de curso, había una pregunta que solicitaba indicar cuántas horas de estudio y tareas uno le dedicaba todos los días al intensivo. Yo, muy orgulloso (e inflando un poco la cifra), escribí "una hora" de estudio diaria. Años más tarde me vine a enterar que Kanayama sensei se había impactado (por no decir horrorizado) al leer dicha cifra y, si bien las encuestas eran anónimas, ella le expresó con un tono travieso sus sospechas al amigo que me contó entre risas: "Las encuestas no tienen nombre, pero creo que esta es de Bruno-san". Todos los otros alumnos, sin excepción, habían puesto tres horas o más.

En la cena de despedida, todas las profesoras se comportaron más cariñosas que nunca. Los recuerdos que me escribieron en la polera fueron emocionantes, y distaron de la casi total indiferencia que terminaron profesándome en clases. Tuve que comerme cada una de las opiniones que tenía sobre ellas, mirar al suelo y replantearme el aberrado concepto de humildad que en algún lugar de mi mente residía. Al mismo tiempo, ellas jamás imaginarían que este alumno desmamarrachado, impuntual, rebelde y acelerado sería uno de los pocos que mantendría y mejoraría su japonés al cabo de unos años, e incluso una o dos quedaría con la boca abierta al escucharme hablar en (no tan) perfecto lenguaje honorífico dos años después.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Reminiscencias de Japón:La profesora jefe, parte 1

Durante el transcurso del 2007 y 2008 viví en Japón, con el fin de aprender el idioma y abrir mi mundo a la entonces exótica y misteriosa cultura oriental. Fue un año donde tuve una miríada de vivencias, experiencias y aventuras, con estentóreas risas, uno que otro trago amargui-dulce y más litros de cerveza que todos los que había bebido en mi vida hasta ese entonces. 

Uno de los elementos centrales y transversales de la saga nipona que comenzó a escribirse hace cinco años fueron las clases de japonés. Cinco veces por semana, de ocho a cuatro y media de la tarde. Japonés intensivo I, II y III. Si bien poco antes de partir a Tokyo tomé un mes y medio de clases como para no llegar, como se dice coloquialmente, "en pelotas", quedé vuelto loco cuando salí del aeropuerto camino a la universidad: no entendí ni pío. De no haberme ido a buscar una joven voluntaria de la universidad, habría terminado en las Filipinas o en Etiopía. Fue entonces cuando tomé la férrea decisión de aprender, asimilar y dominar el idioma local. 

Llegué incluso a estudiar un poco durante los escasos días que precedieron a la prueba de selección de cursos de japonés; dependiendo de tu rendimiento, podías quedar dentro de cualquiera de los seis niveles (los niveles intensivos englobaban dos niveles normales, de aquí que hubiera solo tres intensivos).  En las oscuras horas nocturnas previas a la prueba de selección que, convenientemente, era a primera hora en la mañana, acogí (una vez más) la oportunidad de conocer a la gente del dormitorio y de relajarme con un par de cervezas japonesas; a esas alturas ya estaba establecido el génesis de una afición que duraría de por vida. La velada fue un éxito. No solo conocí un poco más al grupete de reborrachines que fiestaba casi crónicamente en la infame unidad 104, sino que cuando desperté a las tres de la tarde con un sismo grado diez entre sien y sien y con deseos de tragarme el Pacífico, comprendí que mi destino en el estudio de la lengua estaba sellado: comenzaría desde cero. 


Una de las profesoras que estaba ya corrigiendo las pruebas aquella misma tarde se sorprendió al ver un alumno entrar al departamento de idioma, y más aun con lo que este alumno tenía que decir. Acusando lesión, como se dice en buen fútbol, me excusé de mi ausencia aquella mañana y le rogué que me dejara entrar al intensivo I. Tras unos anteojos de marco negro, una escueta ceja se levantó, arremangando una sábana de arrugas en la frente semi-secular. "¿Está seguro?", me espetó, un tanto preocupada por la palidez y dudoso intelecto de su interlocutor. "Sí", le dije, "Onegaishimasu" (una de las múltiples maneras de implorar/pedir en japonés). El golpe de gracia para adornar esta carta maestra lingüística lo di al esbozar una ligera reverencia de treinta grados, con las manos a los costados, aprendido de las múltiples veces que había visto hombres de negocios despidiéndose de sus jefes en el metro o en otros lugares públicos (aunque mis treinta grados de inclinación quedaban cortos en comparación a los sesenta, noventa y cientoveinte grados que exhibían estos profesionales, gradaje en directa relación con el rango del jefe y la cantidad de alcohol consumida). La docente, que más tarde resultó ser una de las profesoras que me acompañarían el primer trimestre, se llamaba Hiraki. "Lo esperamos el lunes a las 8:30", concluyó en su no-nativo inglés y, luego de dibujar una perfectamente calculada sonrisa entre carrillo y carrillo, siguió corrigiendo las pruebas, mientras que el tercer Carrillo volvió al dormitorio. Cuatro días más tarde, junto con el comienzo de clases, entraría a la escena una de las personas más gentiles, nobles, pacientes y trabajólicas que he conocido: la profesora jefe. 

lunes, 3 de septiembre de 2012

Mundo macro

Hace poco tomé prestado un lente macro (y un control remoto inalámbrico para la cámara, otro mundo!) y me metí al patio a jugar; terminé de guata en la orilla de la piscina y revolcándome en el pasto.
De chiripa abrimos el filtro de la piscina y encontramos una pequeña familia de sapos de caña viviendo dentro. Así que se fue de foto el sapito. Eran del porte de un medio puño, y más venenosos que el pisco Tres Cruces.
 Estos son los clásicos diente de león.
 Revolcándome de aquí para acá encontré uno lo suficientemente alto como para sacarle una foto por debajo.
 Esta sospecho que era de la familia de los liliums.
Y, finalmente,un diente de león decadente.

A ver si mañana o pasado salgo a caminar por el vecindario a la caza de cosas pequeñas para sacarle fotos.