martes, 11 de septiembre de 2012

Reminiscencias de Japón:La profesora jefe, parte 2

"Bienvenidos al intensivo de japonés I", cantó una mujer de un metro cincuenta y cinco, pelo castaño, mejillas redondas y mirada gentil, "yo soy su profesora jefe, Kanayama sensei". Dicho esto, procedió a escribir su nombre en la pizarra; el primer carácter era el de oro, y el segundo el de montaña. Montaña de oro. Prosiguió explicando a grandes rasgos el programa de estudio del trimestre; las dificultades a las que nos enfrentaríamos, las largas horas de estudio, la cantidad de carácteres que tendríamos que meternos en la cabeza, y varios etcéteras más. Su inglés estaba bien pronunciado para haberlo aprendido en la universidad, y su tono de voz nunca pasó de un suave arrullo. No sé cómo se las arreglaba para hablar con esa voz acogedora y a la vez cumplir con los sesenta decibeles de rigor para hacerse escuchar en una sala para veinte personas. Japón es un país misterioso, al fin y al cabo. 

No éramos muchos alumnos; catorce, para ser exacto. Dos burmanos, tres americanos, un canadiense, un francés, un búlgaro, una lituana, un indonesio, una trinidadytobaguense, un británico, una coreana y este humilde servidor. De los de Burma, uno de ellos tenía un inglés inentendible, mientras que su par femenina era risueña y silenciosa; los americanos, dos de los cuales apenas tenían dieciocho y el tercero estaba casi por los treinta, se veían normales y corteses; el canadiense era menudísimo, con un tostado de clóset comparable con drácula o el más pálido de los esqueletos; el joven francés tenía una melena de rulos castaños casi tocando en la categoría afro, adecuado para un DJ de las islas Mauricio (en las costas del África sur-oriental); el búlgaro siempre estaba vestido de terno y corbata, con un corte militar, impecable postura, modales envidiables y siempre una sonrisa en el rostro (después nos enteramos que había trabajado para la ONU); la lituana pelirroja, a pesar de tener faccciones consideradas bellas, casi siempre estaba seria o con cara de estar oliendo huevos podridos (terminaría siendo una de las bonitas amistades que me regaló el periplo); el indonesio, que usaba sus jeans hasta de pijama, era bueno para soltar carcajadas atronadoras, y era más relajado que el más relajado de los caribeños; la trinidadytobaguense tenía facciones hindúes, delgada y una tolerancia al picante tal que me hizo sentirme delicado como una margarita en otoño; el británico, pequeño, joven y escuálido, era japonés en cuerpo y sangre y venía en busca de sus raíces; la coreana, diminuta, silenciosa y sonriente, resultó ser una genio a la hora del estudio, y además podía tomar cantidades inescrupulosas de alcohol sin emborracharse; y quien les escribe pasó todo ese primer trimestre sudando la gota gorda gracias al calor remanente del verano (un espectáculo no muy bonito, he de admitir). 

Kanayama sensei tenía frente a ella un pequeño ejército de alumnos provenientes de todas partes del mundo, y estaba lista para afrontar el desafío de hacerlos navegar por las turbulentas aguas de la lengua japonesa y salir (relativamente) triunfantes. Por mi parte, ese día lunes sería uno de los pocos días donde llegué a la hora. Mi inpuntualidad y mis inasistencias serían la gran causa del estrés y preocupación que tanto Kanayama sensei como todas las otras profesoras compartirían durante los siguientes tres trimestres. 
El intensivo I no terminó siendo tan difícil como todo el mundo lo había predicho; falté hasta la última clase que podía faltar (llevé siempre la cuenta; tuve un setenta por ciento de asistencia al milímetro. Una clase más y habría reprobado), y aun así terminé con un promedio de notas sobrado de cariño. Algo parecido ocurriría  con el intensivo II, aunque con notas un poco más bajas. A esas alturas iban quedando menos alumnos del grupo inicial, y se unió un gran contingente de otros cursos de japonés. Kanayama sensei dejó de hablar inglés y pasó a hablar nada más que japonés, siempre ayudándonos y apoyándonos en nuestros quehaceres. A menudo los estudiantes íbamos a su oficina para hacer práctica de conversación extracurricular, y fuimos cayendo en cuenta de que la pobre profesora tenía un mal hábito de sobrecargarse con trabajo. A menudo recorríamos el campus de noche, ya sea para hacer ejercicio o relajarnos, y era común ver la luz de su oficina como el único resplandor proveniente del edificio de idioma. Sin embargo, todos los días a la misma temprana hora, la veríamos resplandeciente como siempre, con la misma buena disposición y paciencia infinita. A esas alturas las profesoras ya me habían manifestado en repetidas ocasiones su preocupación sobre mis inasistencias y lo atrasado que quedaría en relación a la clase, palabras las cuales escuché con respeto y agradecí con una sonrisa cada vez más calculada, cortés y -por ende- japonesa. 

Contrario a los pronósticos, mi promedio casi bordeó el 90%, permitiéndome avanzar a la última frontera: el intensivo III, que tenía fama de corta-cabezas. Y bueno, en retrospectiva tengo que admitir con mucha candidez que fui un desastre, o al menos más que de costumbre. Dado que era el último trimestre, había muchas fiestas en el dormitorio; despedidas, cumpleaños, y más despedidas. Mis visitas a la sórdida unidad 104 se hicieron más frecuentes, pues habían buenas amistades forjándose ahí, y mis consiguientes ausencias en las mañanas siguientes eran harto más notorias ahora que había solo un puñado de alumnos lo suficientemente aplicados (u obsesionados con el idioma) como para haber tomado el intensivo III. A mitad de trimestre uno de ellos se retiró por exceso de carga. Tácitamente, parecía que la mayoría de las profesoras se habían dado por vencidas en sus corteses intentos por civilizarme, pero no así Kanayama sensei. Ocasionalmente iría a su oficina a practicar conversación, y me miraría con sus pequeños y redondos ojos color de aceintuna por un momento, y comenzaría nuestra práctica, casi siempre orientada al área de responsabilidades, asistencia y tareas. En mi defensa, tengo que admitir que sí hice tareas y estudié para las pruebas (a diferencia de los dos intensivos anteriores). 
Distintas profesoras hacían distintas partes del programa; tal profesora nos daría clases de lectura, mientras que otra lo haría con la clase de visionado de videos, etcétera. A mitad de trimestre fui por primera (y última) vez a la clase de escucha de japonés, y tuve que asegurarle a esa profesora que yo era parte de la clase (no me quería creer). Mirando hacia atrás, no sé de dónde salió el casi 80% de promedio que me permitió aprobar todo. En la encuesta de final de curso, había una pregunta que solicitaba indicar cuántas horas de estudio y tareas uno le dedicaba todos los días al intensivo. Yo, muy orgulloso (e inflando un poco la cifra), escribí "una hora" de estudio diaria. Años más tarde me vine a enterar que Kanayama sensei se había impactado (por no decir horrorizado) al leer dicha cifra y, si bien las encuestas eran anónimas, ella le expresó con un tono travieso sus sospechas al amigo que me contó entre risas: "Las encuestas no tienen nombre, pero creo que esta es de Bruno-san". Todos los otros alumnos, sin excepción, habían puesto tres horas o más.

En la cena de despedida, todas las profesoras se comportaron más cariñosas que nunca. Los recuerdos que me escribieron en la polera fueron emocionantes, y distaron de la casi total indiferencia que terminaron profesándome en clases. Tuve que comerme cada una de las opiniones que tenía sobre ellas, mirar al suelo y replantearme el aberrado concepto de humildad que en algún lugar de mi mente residía. Al mismo tiempo, ellas jamás imaginarían que este alumno desmamarrachado, impuntual, rebelde y acelerado sería uno de los pocos que mantendría y mejoraría su japonés al cabo de unos años, e incluso una o dos quedaría con la boca abierta al escucharme hablar en (no tan) perfecto lenguaje honorífico dos años después.

5 comentarios:

  1. Excelente!

    Así queremos leer contenido... incluyendo todos los adjetivos y sustantivos rimbombantes que utilizas ;)

    Deberías escribir más de tus crónicas de viaje y experiencias (por el oriente) y hacer un self publishing. Just for the sake of experience.

    Sigo insistiendo que deberías ser escritor freelance!

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  3. Cariñoso y conocedor de ti tu amigo Ignacio.

    Emocionantes relatos......
    Mi querido...amo você infinitamente

    Por favor....continua os relatos
    (com o sem freelance)

    Beijos

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  4. BIEEEEEEN MAS VALE TARDE QUE NUNCA. ESTOS RECUERDOS EN FLASH BACK SON SIEMPRE BIENVENIDOS.
    SOY UNA MAS DEL GRUPO DE QUIENES TE QUEREMOS Y GUSTAMOS DE LEER TUS RELATOS EN ESTE BLOG. SE NOTA CUANDO TIENES TIEMPO Y ESTAS INSPIRADO.
    SE QUE YA LO TIENES CLARO: ESTA ES TU VIDA Y DEBES SEGUIR HACIENDO LO QUE TE INDIQUE TU CORAZON Y TU INTELIGENCIA. HIP HIP HURRAAAAA POR TI.
    CON MUCHO AMOR. TU MADRE

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  5. Bruno, me entretuve muchísimo con el relato, coincido con la opinión general! Por un minuto hasta me dieron ganas de volver a las aulas! Refuerzo lo de por un minuto, jejeje!

    Sin conocer de Kanayama-sensei más que las líneas de arriba, encuentro que merece algún tipo de reconocimiento, esa abnegación no es normal! Si estuviera en USA seguro tendría un tazón teacher-of-the-year o algo así. Nobel de la Educación? Por qué no existe eso todavía??

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