lunes, 10 de septiembre de 2012

Reminiscencias de Japón:La profesora jefe, parte 1

Durante el transcurso del 2007 y 2008 viví en Japón, con el fin de aprender el idioma y abrir mi mundo a la entonces exótica y misteriosa cultura oriental. Fue un año donde tuve una miríada de vivencias, experiencias y aventuras, con estentóreas risas, uno que otro trago amargui-dulce y más litros de cerveza que todos los que había bebido en mi vida hasta ese entonces. 

Uno de los elementos centrales y transversales de la saga nipona que comenzó a escribirse hace cinco años fueron las clases de japonés. Cinco veces por semana, de ocho a cuatro y media de la tarde. Japonés intensivo I, II y III. Si bien poco antes de partir a Tokyo tomé un mes y medio de clases como para no llegar, como se dice coloquialmente, "en pelotas", quedé vuelto loco cuando salí del aeropuerto camino a la universidad: no entendí ni pío. De no haberme ido a buscar una joven voluntaria de la universidad, habría terminado en las Filipinas o en Etiopía. Fue entonces cuando tomé la férrea decisión de aprender, asimilar y dominar el idioma local. 

Llegué incluso a estudiar un poco durante los escasos días que precedieron a la prueba de selección de cursos de japonés; dependiendo de tu rendimiento, podías quedar dentro de cualquiera de los seis niveles (los niveles intensivos englobaban dos niveles normales, de aquí que hubiera solo tres intensivos).  En las oscuras horas nocturnas previas a la prueba de selección que, convenientemente, era a primera hora en la mañana, acogí (una vez más) la oportunidad de conocer a la gente del dormitorio y de relajarme con un par de cervezas japonesas; a esas alturas ya estaba establecido el génesis de una afición que duraría de por vida. La velada fue un éxito. No solo conocí un poco más al grupete de reborrachines que fiestaba casi crónicamente en la infame unidad 104, sino que cuando desperté a las tres de la tarde con un sismo grado diez entre sien y sien y con deseos de tragarme el Pacífico, comprendí que mi destino en el estudio de la lengua estaba sellado: comenzaría desde cero. 


Una de las profesoras que estaba ya corrigiendo las pruebas aquella misma tarde se sorprendió al ver un alumno entrar al departamento de idioma, y más aun con lo que este alumno tenía que decir. Acusando lesión, como se dice en buen fútbol, me excusé de mi ausencia aquella mañana y le rogué que me dejara entrar al intensivo I. Tras unos anteojos de marco negro, una escueta ceja se levantó, arremangando una sábana de arrugas en la frente semi-secular. "¿Está seguro?", me espetó, un tanto preocupada por la palidez y dudoso intelecto de su interlocutor. "Sí", le dije, "Onegaishimasu" (una de las múltiples maneras de implorar/pedir en japonés). El golpe de gracia para adornar esta carta maestra lingüística lo di al esbozar una ligera reverencia de treinta grados, con las manos a los costados, aprendido de las múltiples veces que había visto hombres de negocios despidiéndose de sus jefes en el metro o en otros lugares públicos (aunque mis treinta grados de inclinación quedaban cortos en comparación a los sesenta, noventa y cientoveinte grados que exhibían estos profesionales, gradaje en directa relación con el rango del jefe y la cantidad de alcohol consumida). La docente, que más tarde resultó ser una de las profesoras que me acompañarían el primer trimestre, se llamaba Hiraki. "Lo esperamos el lunes a las 8:30", concluyó en su no-nativo inglés y, luego de dibujar una perfectamente calculada sonrisa entre carrillo y carrillo, siguió corrigiendo las pruebas, mientras que el tercer Carrillo volvió al dormitorio. Cuatro días más tarde, junto con el comienzo de clases, entraría a la escena una de las personas más gentiles, nobles, pacientes y trabajólicas que he conocido: la profesora jefe. 

1 comentario:

  1. Sem comentarios.....
    Aguiardo a continuação....
    nos capitulos que sejam necessarios!!!!

    Beijos

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